Intervención en el acto ‘Una ley para todas las familias’
El Ministerio de Derechos Sociales y Agenda 2030 organizó el pasado 12 de mayo con motivo del Día Internacional de las Familias, que se celebra cada 15 de mayo, el acto ‘Un país para todas las familias’ y he tenido la oportunidad de participar con una pequeña intervención.
Dejé esta reflexión sobre la invisibilidad de las madres y la necesidad de un cambio de mirada hacia los cuidados, hacia la maternidad. También sobre lo urgente que es atacar la precariedad estructural que lo atraviesa todo: el empleo, la vivienda, las relaciones, la crianza e incluso, nuestros cuerpos.
A mí me gustaría empezar esta intervención con una frase de la escritora y ensayista Jane Lazarre que dice: Ahora soy madre, y eso significa que no soy nada.
Esto que Lazarre escribió en los años 70 en el libro El nudo materno sigue representando el sentir de muchas mujeres hoy, que cuando llegan a la maternidad se sienten más invisibles que nunca.
Invisibles para la sociedad, para su entorno, para las instituciones, incluso para los medios, porque la maternidad solemos ensalzarla nominalmente pero después no sabemos acompañarla. Ni nosotras mismas le damos la importancia, el valor que tiene, y muchas veces somos también nosotras las que minusvaloramos ese poder inmenso que supone traer hijos e hijas al mundo. Gestar, parir, amamantar, criar, cuidar, acompañar.
Podemos ser madres pero sin que se nos note.
Este complejo hace que aún hoy arrastremos la idea de la maternidad como sufrimiento, como un obstáculo que nos impide lograr otros fines (laborales, sociales, personales), cuando es precisamente todo eso lo que problematiza la experiencia. Porque el problema no es la maternidad sino un sistema que no soporta los cuidados. Un sistema que ya ha definido cómo debemos ser madres sin preguntarnos qué necesitamos. Un sistema en el que lo productivo siempre prevalece sobre lo reproductivo. Dos mundos antagónicos con necesidades muy diferentes.
Hoy muchas mujeres, en algunos lugares, podemos plantearnos la maternidad como un asunto racional. Algo que planeamos. Pensamos. Y aparentemente decidimos. Y digo que aparentemente decidimos porque tras ese análisis muchas mujeres descubrimos que cómo vamos a ser madres si no podemos ni sostenernos a nosotras mismas. Cómo tener hijos si los salarios no dan para más.
El alquiler de una vivienda en grandes ciudades como Madrid se lleva un sueldo. La cesta de la compra, cada vez más cara. La luz, el agua, el gas. El transporte. A eso unamos que vivimos la experiencia en soledad, en familias más pequeñas. Muchas veces lejos de nuestra familia extensa. Sin red.
Tener hijos e hijas se ha convertido en un privilegio que no está al alcance de todas porque no se dan las circunstancias para ello. Incluso el discurso imperante de que ya habrá tiempo para tener descendencia al final se traduce de nuevo en la apropiación de nuestros cuerpos y su mercantilización: porque creada la carencia, he ahí la solución de la mano de la industria de la reproducción asistida.
Las madres de hoy nos enfrentamos a una precariedad estructural. Una precariedad que lo atraviesa todo: el empleo, la vivienda, la forma en la que nos relacionamos. Incluso nuestros cuerpos.
Mientras tanto, los discursos en torno a la maternidad siguen centrados en la conciliación y en lo productivo. Es el reflejo de lo mucho que necesitamos el relato imperante del “todo va a salir bien”, “que todo es posible”. En situaciones de desesperanza necesitamos buscar el “fueron felices y comieron perdices” y lo hacemos incansablemente.
El feminismo neoliberal ha logrado que las demandas de unas pocas privilegiadas hayan terminado siendo aceptadas y reclamadas por todas. La filósofa y feminista estadounidense Nancy Fraser decía que para ella el feminismo no era simplemente una cuestión de conseguir que un puñado de mujeres ocupasen a nivel individual posiciones de poder y privilegio dentro de las jerarquías sociales, sino de ir más allá y superar esas jerarquías.
Es en la división jerárquica entre reproducción y producción donde se encuentran todos nuestros malvivires, las dificultades, los problemas reales.
Eso fue lo que sentí cuando me convertí en madre en 2013. Pese a que no se daban las circunstancias para ello, me quedé embarazada. Después, el primer golpe de realidad: Yo quería cuidar, estar, pero no podía permitirme una excedencia, ni una reducción de jornada, ni mucho menos dejar el trabajo. Pasadas las migajas de las 16 semanas veía que era demasiado pronto para hacer girar esa rueda de nuevo. Y tuve suerte, entre comillas, porque caí en un ERE y eso fue lo que me permitió obtener el “privilegio” de los cuidados. Desde ahí seguí haciendo trampas al sistema como periodista freelance, que como seguro sabéis es un sector muy precarizado e infinitamente inestable. Un privilegio precario.
Pero no todas las mujeres pueden permitirse dejar sus trabajos ni replantearse lo que hacen. Ni cuándo ni cómo volver a hacer girar la rueda. Muchas veces ni siquiera hay un margen para la elección y todo es cuestión de supervivencia. Pienso en mi madre, que durante 20 años trabajó limpiando las casas de otros sin contrato y en condiciones muy precarias. ¿Cuántas como ella a las que no sostenemos?
Que los cuidados son imprescindibles lo hemos visto de forma muy nítida con la pandemia: cuidar de las niñas y de los niños requiere de unos tiempos que van mucho más allá de las 16 semanas de permiso. Enfermedades, tres meses de vacaciones en verano, navidades, Semana Santa, días sin cole, puentes. No se trata de arrastrarles a ellos y ellas a nuestros ritmos imposibles sino de repensar cómo estamos viviendo, qué necesitan y qué necesitamos. Poner la vida por delante de lo productivo.
Pero debemos ir más allá de la externalización de los cuidados a través de escuelas infantiles o de su mercantilización a través de la contratación de otras mujeres en condiciones precarias. O, más tarde, llenando las horas de los niños y niñas de actividades y ampliaciones de horarios para parchear las grietas del sistema. Debemos defender el derecho al cuidado en toda su dimensión, asumiendo que los cuidados son muy distintos en cada etapa y que merecen una mirada atenta centrada en las necesidades reales.
Debemos proteger también nuestros procesos cuando atravesamos una maternidad biológica: detrás de la deseada igualdad hay una desigualdad: la madre pasa por un embarazo, un parto y un posparto. Por una lactancia.
Es difícil poner los cuidados en el centro si no convertimos nuestras necesidades más humanas en derechos.
Necesitamos que se contemple la maternidad como un asunto de vital importancia, como un asunto colectivo, porque nos atraviesa a todos y todas de una forma u otra.
Es muy difícil tener hijos e hijas hoy en esta sociedad individualista. Es muy difícil criar como criamos: las familias cada vez más solas criando de forma intensiva. Cada vez con más carga. Necesitamos también replantearnos socialmente cómo nos relacionamos, cómo nos ayudamos, si sabemos ofrecer la ayuda a otros y si sabemos aceptarla cuando llega. Mostrar nuestra vulnerabilidad. Hay una exigencia enorme en los “yo puedo”, en los “yo hago”, pero también caminamos por la vida con miedo a molestar. El surgimiento de los grupos de madres en los últimos años en muchos lugares como apoyo a la crianza sirve para ver que nos buscamos, que en otras nos encontramos. Son la tirita que tapa la ausencia de red y las condiciones en las que se desarrolla la maternidad actual. Decía Adrienne Rich que “Las conexiones entre las mujeres son las más temidas, las más problemáticas y la fuerza potencialmente más transformadora en el planeta”.
Poder tener una Ley de Familias es un paso importante para crear nuevos futuros. Para transformar este presente. Primero porque nos interpela a todos y todas: somos parte de una familia. Y segundo porque incorpora medidas largamente demandadas. Pero hace falta más. Hace falta que el desarrollo de esa Ley empape a todos los Ministerios. Hace falta que pongamos fin a la precariedad estructural, que repensemos ideas como la Renta Básica Universal, que facilitemos el acceso de las personas a un derecho básico como la vivienda sin que eso suponga dedicar la mayor parte de sus ingresos a tener un techo, hay que ampliar y potenciar las ayudas sociales a las familias, ampliar y potenciar los permisos de maternidad y paternidad para dar un verdadero valor a los cuidados.
Reconocer el cuidado como lo que es: esa labor enorme que sostiene el mundo.